lunes, 14 de octubre de 2013

Autor: José Ma. Mardones | Fuente: mercaba.org
Patologías de la sociedad consumista
Detrás del estímulo al consumo se juega un modelo de vida y de persona
 
Patologías de la sociedad consumista
Patologías de la sociedad consumista
La fiebre de nuestro tiempo se llama "consumismo". Atraviesa la lógica íntima de la producción, nos hace guiños desde la publicidad que nos espía por doquier y acaba anidando como un culto de salvación en el fondo del corazón.

El consumismo, que para algunos autores es el modo como el sistema compra la lealtad de los ciudadanos y la pacificación del mundo del trabajo (Haberrnas), termina siendo, en su versión hedonista, la justificación del capitalismo (D. Bell). Un fenómeno de este calibre no deja de incidir sobre los sentidos, la
mente y el corazón de los individuos. Tampoco deja indiferente a un hecho tan pegado a la realidad humana, interna y externa, como es la religión.

El cambio introducido por el consumo masivo no sólo incide sobre el mundo económico, sino sobre el cultural y, por tanto, alcanza a la configuración de un estilo de hombre, de vida y de relaciones sociales. La fe cristiana, en cuanto estilo de relacionarse con Dios y los hombres, de ver la realidad y de posicionarse ante ella, queda profundamente afectada por la revolución consumista.


1. El sistema de valores consumista

El consumo vive del estímulo a la posesión y al tener. Desata el afán de rodearse de aquellos objetos que la publicidad presenta como la realización de una vida humana plena. La propaganda nos ofrece la posibilidad de ser como los arquetipos del hombre/mujer feliz de nuestra sociedad. En general, personas famosas (aristócratas, actrices, deportistas ... ) que poseen muchas cosas: chalets, coches deportivos, vestidos, viajes, acompañantes... Detrás del estímulo al consumo se juega un modelo de vida y de persona. La "vida buena" (Aristóteles), digna de ser vivida, es la vida llena de cosas, hinchada de objetos. En el límite, se nos ofrece un cielo de opulencia. Y la realización humana caminará por la posición y la tenencia de tales objetos. Sin posesión no hay persona, sería el slogan subyacente a esta cultura del tener.

El consumo representa el éxito en la sociedad actual. Puede tener y consumir el que se ha amparado al techo de esta sociedad. La publicidad sabe de este vínculo estrecho entre tener y poseer y poder tener éxito. Por esta razón, los modelos ofrecidos tras el señuelo de los anuncios tienen éxito con tal perfume, tal desodorante o tal limpiavajillas. También aquí se deslizan modos de entender la vida y la realización humana. El consumo sirve al objetivo de la autoafirmación individualista. Es un instrumento para demostrar el status social y, más allá, para afirmar mi poder. Éxito y poder son los secretos motores que estimulan el consumo. Como ya vio Veblen, el impulso a trepar en la escala social es mucho más fuerte que los meros motivos económicos. El consumo en nuestra sociedad está lleno de referencias al status social. De ahí que esté plagado de competición psicológica por el nivel de vida. Desde este punto de vista, la sociedad del consumo "es la institucionalización de la envidia" (D. Bell).

Coherente con la competición en pro de la elevación en la escala social, el éxito y la mostración del privilegio poseído, está la apariencia y el disimulo. La sociedad consumista propicia la cosmetería, real y simbólica, del ocultamiento de las arrugas y la fealdad decretadas por esta misma sociedad. Se alza así la apariencia por encima de la realidad. Algunos postmodernos, como G. Vattimo, nos quieren hacer creer que la publicidad de los "mass-media" modernos ha generalizado un "buen ver" una estética de la vida que sería el preámbulo a una nueva época postmoderna. Más bien, tiene razón Baudrillard cuando ve detrás de la ingente manipulación de la era electrónica la apoteosis del simulacro. La sociedad del consumo, del incentivo publicitario a la posesión y a no ser menos que el otro, nos introduce en la sociedad de la simulación. Una sociedad donde la ostentación y la seducción son armas cruzadas continuamente en el juego social de la astucia.

El consumismo promueve una forma hedonista de vida. Tener más para disfrutar más; ganar más para poder más y poder gozar más. La felicidad del consumo desemboca en un hedonismo materialista. Una demanda de placer que no tiene término, porque nunca satisface lo que promete. Juega con la estimulación del deseo y aboca a la sed indefinida de más cosas y más goce. Tener, poseer, disfrutar, ganar, alcanzar éxito, deslumbrar a los que me rodean, son los valores que se enroscan en el eje axiológico de la sociedad consumista. Hay un hombre y una realidad correspondientes a este sistema de valores. Expresado en forma de slogan: es un "nacido para consumir" en el "gran almacén" de la Sociedad Occidental.


2. La visión del mundo consumista

A una vida orientada a la posesión y al goce le es congruente un determinado interés en el conocimiento (Habermas). El deseo de tener genera una actitud cognoscitiva. La realidad es vista desde el punto de vista del interés posesivo; de ahí que, fundamentalmente, se vean "cosas", "objetos", para conseguir, manipular, usar, disfrutar. Es una visión cosista y cosificadora de la realidad. Todo queda referido al mundo de utilidades del sujeto. Este se constituye en el centro, a cuyos intereses, deseos o caprichos se debe supeditar todo. No tiene nada de extraño que el sujeto consumista sea un sujeto explotador y expoliador de la naturaleza, de su ambiente social y de aquellas naciones o colectivos que le proporcionan las materias primas o la mano de obra barata. Desconoce el valor del otro en cuanto tal. Sólo lo ve a través de la utilidad o satisfacción que le puede reportar. Las otras personas son valiosas en cuanto poseedoras de "cosas" (sexo, riquezas, belleza, influencia ... ) que le pueden proporcionar un placer o un aumento de satisfacción. Cuando estas actitudes están generalizadas en la sociedad, se expanden las relaciones interesadas, estratégicas, orientadas a la consecución de los intereses propios. Y, por supuesto, es compatible
con cierto refinamiento -de formas, de educación agradable, que a menudo forma parte de la aproximación calculada al otro.

El mundo consumista es un mundo "positivo", donde cuenta "lo contante y sonante", lo que puede ofrecer alguna utilidad o satisfacción a la avidez poseedora y al deseo indefinido del goce irrestricto. Un mundo donde se glorifica la opulencia y la restricción es un mal. La tacañería de la naturaleza o la sobriedad social chocan frontalmente con la prodigalidad material con la que sueña el hombre consumista. Esta visión cosista y posesiva del mundo queda inscrita en la lógica interna del funcionamiento de la sociedad consumista. Tiene, por ello, algo de neutro y necesario. Es el modo "natural" de ver y relacionarse en esta sociedad. Se suele aplicar al conjunto de sujetos donde es predominante. Se habla entonces del norte consumista y el sur expoliado. Porque el anhelo de bienes para el uso inmediato de los individuos del Norte supone la necesidad de obtenerlos, con la mejor rentabilidad, de donde sea. Surge el mercado transnacional de materias primas y de mano de obra. Nace así la moderna empresa transnacional o multinacional, "un dispositivo casi ineludible" para la necesidad mundial de bienes de consumo (J. K. Galbraith).

En suma, la visión cosista y posesiva del mundo consumista no sólo funcionaliza su entorno social, sino que coloniza el mundo existente según sus intereses. La cosificación cognoscitiva encuentra su paralelismo en la colonización económico-política del mundo. A la instrumentalización de las cosas y personas le corresponde la supeditación del mundo subdesarrollado al desarrollado.


3. El hombre consumista: «consumo, luego existo»

El tipo de hombre o mujer consumista es una persona que se mueve con comodidad en el ambiente que estamos describiendo. Es un hijo de su sociedad. Desde este punto de vista, todos los que vivimos en esta sociedad de consumo estamos tocados por este "tipo de hombre consumista" (1).

La persona consumista está movida por un deseo ilimitado de posesión y disfrute. Un deseo que recorre el abanico de la cantidad y la calidad; por eso es indefinido. Quiere siempre algo más y más refinado. El hombre/mujer consumista está centrado en sí. Su egocentrismo construye un mundo referido a sus deseos. Por eso, esta persona tiene una apertura calculada que termina construyendo un mundo estrecho, con una comunicación estratégica. Las relaciones que se generan desde este centro son limitadas, unidireccionales: buscan la rentabilidad que les puede proporcionar, no el encuentro o la mutua donación.

Solicitado por los valores dominantes, el hombre/mujer consumista justifica su vida desde la consecución del mundo de cosas que, según la publicidad y el estilo de vida, realizan a la persona y proporcionan la felicidad. De ahí que valorará la abundancia material, el éxito social y, por ello, la ostentación, la apariencia y la astucia disimuladora y seductora que sirve para alcanzar tales objetivos.


4. Ceguera consumista e incompatibilidad cristiana

El entrelazado entre sociedad y hombre consumista, entre sistema y actor social, configura, como hemos sugerido, un modo de ver la realidad y a las personas y de situarse entre ellas. A este modo predominante de ver le corresponden espacios opacos. El hombre consumista es ciego e insensible para una gama de realidades de nuestro mundo. Considerados desde el punto de vista cristiano, tales puntos ciegos son verdaderas incompatibilidades con la fe en el Señor Jesús.


Ceguera para la solidaridad

La sociedad consumista crea personas atrincheradas en su mundo de deseos y necesidades. No levantan la vista más allá del círculo de sus intereses. Y cuando caminan por la vida, sólo advierten las personas y situaciones capaces de saciar su fiebre poseedora o de ostentación. No perciben los rincones oscuros de la sociedad (B. Brecht), allí donde no hay el brillo de la abundancia, ni las personas pueden disimular la tacañería con que les ha tratado la vida. La ceguera para las situaciones miserables se troca en ceguera para el otro ser humano desvalido, oprimido, marginado, pobre. Es la consecuencia de una vida vuelta hacia sí mismo. La ceguera general para el otro hombre como tal, como ser valioso en sí, se vuelve opacidad profunda cuando se desciende a la necesidad, la
carencia y la pobreza. El hombre consumista es un ser insolidario.

Hay un dinamismo en esta lógica insolidaria de la sociedad y hombre consumista que se opone al cristianismo. Se sitúa en el polo opuesto del reconocimiento del otro, de todo ser humano, como
hermano. No sintoniza en absoluto con la compasión de Jesús para con el hombre y las masas pobres que le parecían "ovejas sin pastor" (Mt 9,37). No descubre en los ojos de los demás, sobre todo de los pobres, la solicitud de ayuda (Levinas), porque su mirada pasa cosificando y atrapando posesivamente al prójimo. Al no saber de la solidaridad ni de la compasión, carece de la capacidad para entender la fraternidad cristiana y desconoce, por tanto, al Dios Padre que tanto quiere a los hombres (Lc 2.14).


Ceguera para la gratuidad

La sociedad-de-consumo es una sociedad profundamente mercantilista. Sabe que para obtener el goce que la publicidad pregona hay que comprar y pagar. Tenemos introyectada la compra-venta como la ley de la posesión y el consumo en esta sociedad. No se da nada sin contrapartida. Incluso los regalos tienen su finalidad interesada. Es un reconocimiento de otras compensaciones dadas o que se esperan conseguir. Esta atmósfera no es traslúcicla para la entrega o la donación personal. Es algo extraño, sin sentido, que acaso despierte la sospecha de una estrategia dilatoria que persigue un interés oculto. Tampoco en este ambiente se comprende lo que no proporcione utilidad o rentabilidad ni sirva para obtener algo "positivo". De ahí que dedicarse a tareas o personas sin posibilidad de ofertar compensaciones produzca extrañeza. Nos hallamos en las antípodas del Evangelio. Difícil y duro el lenguaje que proclama que "hay más alegría en dar que en recibir"; mal negociante el Padre, que "hace salir el sol sobre justos y pecadores"; e incomprensible la llamada de Jesús a los jóvenes y adultos -de nuestro primer mundo rico y consumista: "Si quieres ser un hombre logrado, vete a vender lo que tienes y dáselo a los pobres, que Dios será tu riqueza; y anda, sígueme a mí" (Mt 19,21).

La sociedad y el hombre consumistas entenderían una relación mercantilista de intercambio con Dios: doy para que me des. Doy misas, oraciones, mortificaciones, para ganar, tener, poseer el cielo. Pero, si se plantea una relación de filiación, de aceptación gratuita y amorosa de Dios al hombre, ya no se comprende ni a este Dios ni esta clase de fe.

La tremenda distorsión de la sociedad de consumo sobre la fe cristiana es convertirla en un juego de relaciones mercantilistas. Esta ceguera para la gratuidad tapona el puente de acceso al Dios de Jesucristo. Se desconoce a este Dios del amor gratuito. Más lejano aparecerá todavía el Dios que "tanto amó al mundo que le dio a su Hijo único" (Jn 3,16). El "Dios crucificado" por amor al hombre es incognoscible para el hombre consumista, ciego a los Cromatismos ultrafuertes de la entrega. La cruz es, más que escándalo y necedad, una desviación ridícula en un mundo tolerante con las rarezas.

Advertimos la profunda incompatibilidad que anida en la sociedad y talante consumista frente a la fe cristiana. Es ciega para los dos aspectos más centrales del cristianismo, por lo que distorsiona radicalmente la comprensión de Dios y la relación con los otros hombres. Bien podría hablarse de una estructura demoníaca, que impide el conocimiento de Dios y del hombre en su autenticidad. En el límite, el consumismo termina entronizándose como absoluto, ya que es el deseo que se apodera de los corazones. Un ídolo competidor del Dios verdadero. Moloch de las sociedades noratlánticas, en cuyos altares se inmolan los sacrificios de incontrolables víctimas humanas.


Mardones, Jose-Ma. CLAVES PARA INTERPRETAR LA SOCIEDAD DE CONSUMO Y EL TIPO DE HOMBRE QUE
PRODUCE. SAL TERRAE 1988/04. Págs. 251-263


Nota

(1) Según el sociólogo de la Universidad de Maryland, J. Robinson, el "ir de
compras" ("shopping") es, junto con la TV, la mejor distracción de los
norteamericanos. Dedican a esta actividad un promedio de seis horas
semanale. Compárese con los diez minutos que emplean en jugar al golf o con
los cuarenta minutos que dedican a jugar con sus hijos. El "Shopping", dirá
Robinson, es una droga para los norteamericanos. 

lunes, 17 de junio de 2013

La oración ha de salir de un corazón humilde
San Cipriano, obispo y mártir
Tratado sobre el Padrenuestro (Caps. 4-6: CSEL 3, 268-270)
Las palabras del que ora han de ser mesuradas y llenas de sosiego y respeto. Pensemos que estamos en la presencia de Dios. Debemos agradar a Dios con la actitud corporal y con la moderación de nuestra voz. Porque, así como es propio del falto de educación hablar a gritos, así, por el contrario, es propio del hombre respetuoso orar con un tono de voz moderado. El Señor, cuando nos adoctrina acerca de la oración, nos manda hacerla en secreto, en lugares escondidos y apartados, en nuestro mismo aposento, lo cual concuerda con nuestra fe, cuando nos enseña que Dios está presente en todas partes, que nos oye y nos ve a todos y que, con la plenitud de su majestad, penetra incluso los lugares más ocultos, tal como está escrito: ¿Soy yo Dios sólo de cerca, y no Dios de lejos? Porque uno se esconda en su escondrijo, ¿no lo voy a ver yo? ¿No lleno yo el cielo y la tierra? Y también: En todo lugar los ojos de Dios están vigilando a malos y buenos.
Y, cuando nos reunimos con los hermanos para celebrar los sagrados misterios, presididos por el sacerdote de Dios, no debemos olvidar este respeto y moderación ni ponernos a ventilar continuamente sin ton ni son nuestras peticiones, deshaciéndonos en un torrente de palabras, sino encomendarlas humildemente a Dios, ya que él escucha no las palabras, sino el corazón, ni hay que convencer a gritos a aquel que penetra nuestros pensamientos, como lo demuestran aquellas palabras suyas: ¿Por qué pensáis mal? Y en otro lugar: Así sabrán todas las Iglesias que yo soy el que escruta corazones y mentes.
De este modo oraba Ana, como leemos en el primer libro de Samuel, ya que ella no rogaba a Dios a gritos, sino de un modo silencioso y respetuoso, en lo escondido de su corazón. Su oración era oculta, pero manifiesta su fe; hablaba no con la boca, sino con el corazón, porque sabía que así el Señor la escuchaba, y, de este modo, consiguió lo que pedía, porque lo pedía con fe. Esto nos recuerda la Escritura, cuando dice: Hablaba para sí, y no se oía su voz, aunque movía los labios, y el Señor la escuchó. Leemos también en los salmos: Reflexionad en el silencio de vuestro lecho. Lo mismo nos sugiere y enseña el Espíritu Santo por boca de Jeremías, con aquellas palabras: Hay que adorarte en lo interior, Señor.
El que ora, hermanos muy amados, no debe ignorar cómo oraron el fariseo y el publicano en el templo. Este último, sin atreverse a levantar sus ojos al cielo, sin osar levantar sus manos, tanta era su humildad, se daba golpes de pecho y confesaba los pecados ocultos en su interior, implorando el auxilio de la divina misericordia, mientras que el fariseo oraba satisfecho de sí mismo; y fue justificado el publicano, porque, al orar, no puso la esperanza de la salvación en la convicción de su propia inocencia, ya que nadie es inocente, sino que oró confesando humildemente sus pecados, y aquel que perdona a los humildes escuchó su oración.

miércoles, 24 de abril de 2013

   
Una relación íntima y honesta con Dios es la única base sólida que he encontrado para ser honesto conmigo y con otros.